martes, 11 de marzo de 2008

Antonio Vega.- Esperando nada


Aquel verano mi madre decidió que, entre mis obligaciones, estaría la de ir a buscar la leche. Cada día, me sacaba de la cama a las 8.30 y previa entrega de la botella me enviaba con la bici a la tienda de la Granja Acín.

Era julio, pero las mañanas se me hacían frías, sobre todo después de aquellas noches bochornosas, de sudores, abanicadas por mi abuela hasta altas horas. Yo iba en bicicleta. Le añadía emoción.

Repetí aquella ruta muchas mañanas y crucé muchas veces por delante de la guardería municipal, ocupada solamente en aquellos días por una camada de gatos nacidos algunos meses atrás. A mí me gustaba uno blanco con las puntas de las patas y la cola negras. Le llamé "botines" con la seguridad de que al darle un nombre, sería un poco mío.

Yo le llamaba cada mañana y él asomaba la cabeza por el caminito que atravesaba el jardín. Lo llamaba una y otra vez y él me miraba sorprendido, dudando de mis intenciones. Era demasiado temprano y hacía demasiado calor para jugar, pero sobre todo, él era demasiado miedoso. Demasiadas carreras delante de niños armados con piedras y palos. Demasiado rencor para aceptar un juego infantil, amistoso y desinteresado. Solo una vez se acercó a mí, por curiosidad, pero cuando ya casi mis dedos podían alcanzar su hocico, negro y húmedo, salió corriendo hacia su madre. Su corazón estaba ya cerrado.

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