lunes, 2 de junio de 2008

Carmen París.- En mi pecho



Yayo Lorenzo cazaba conejos. En otoño, de buena mañana, con la escopeta y el zurrón a la espalda salía a buscar los cados. Les metía el hurón y esperaba. La escopeta en el hombro, el cigarro en la boca. Esperaba la salida del conejo por otra salida del cado, no muy lejos, bajo las oliveras, esperaba, preparaba el disparo y fumaba.

Yayo Lorenzo presumía de una salud de hierro. Sólo una vez había ido al médico y juró no volver. Se sentía fatigado, le dolía la riñonada y le costaba respirar. Se hacía mayor y el médico le preguntó si fumaba: respondió que sí. Debía dejarlo. Fuma demasiado, al menos redúzcalo. Yayo se resistía.

Le propongo algo, ¿qué le parece si, de momento, fuma tabaco de liar? Así, mientras lo lía, se entretiene y, en definitiva, fuma menos.

Le gustó la idea. Fue al estanco y compró el tabaco y el papel. Las primeras veces prensaba demasiado, le costó encontrar el gesto, pero le gustó el sabor. Repitió.

Yayo recuperó la salud igual que la había perdido, o tal vez se acostumbró a la fatiga. No volvió al médico. Fumaba igual pero dormía un poquito menos, media hora menos. Cada noche, frente a la estufa, se quedaba liando los cigarros que se fumaría al día siguiente esperando a los conejos.

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